viernes, 11 de mayo de 2012

EL PESO DEL ORO: Eran las ocho de la mañana y el calor era intenso. Federico no tuvo más alternativa que refugiarse bajo la sombra que le ofrecía la gran ceiba. A través de los claros de las ramas, observó que dos sujetos desenterraban lo que parecían lingotes de oro y lo camuflaban bajo el falso fondo de una volqueta. Después de auscultar minuciosamente los alrededores, pudo constatar que los individuos operaban en solitario. A un ex presidiario como él, asesino y ladrón, no le fue difícil deshacerse de los dos hombres a quienes enterró en el mismo lugar donde estuvo enterrado el oro. Se montó en la volqueta y la condujo a un paraje aun más solitario. Eran mil lingotes de oro que Federico, no obstante el hambre y la sed que padecía, enterró febrilmente. Luego, condujo el vehículo y lo dejo abandonado a veinte kilómetros del lugar. Durante cuatro horas, estuvo caminando, hasta llegar al lugar donde escondiera su tesoro. El reloj marcaba las once de la noche y pensaba Federico que seguramente, el cansancio, el hambre, la sed y la obscuridad, era lo que le impedía identificar el sitio preciso donde lo había ocultado. Su decisión inquebrantable consistía en ubicar primero el lugar y luego de dejar una señal fácilmente identificable, apartarse unos cincuenta metros del lugar y tratar de conciliar un reparable sueño. Mientras escudriñaba el terreno, sueños de placer y poder lo energizaban. Dos horas de desesperada búsqueda y nada. Finalmente, el cansancio lo venció y se durmió sobre el piso. Una pesadilla, en la cual unos hombres vestidos de negro lo torturaban hasta hacerle revelar el sitio de los lingotes, lo despertó. Somnoliento, sudoroso y terriblemente agotado, continuó su búsqueda. Sus labios resecos le ardían y la debilidad restaba agilidad a sus movimientos. Con las primeras luces del nuevo día, empezó a reconocer el lugar. Todo era igual, la misma vegetación y la soledad absoluta. De tanto escarbar en los sitios que creía reconocer como refugio de su oro, sus laceradas manos empezaron a destilar hilillos de sangre. Sobre el polvo que impregnaba su piel, el sudor dibujaba caprichosas figuras que hacían de su rostro una máscara. ¡Dios Santo!, exclamó. Aquí, aquí, aquí, repetía sobresaltado. Como un poseso, inició una feroz excavación. No sentía calor, sed, hambre ni cansancio; la sangre manaba abundante de sus manos pero Federico persistía. Tres horas después, el oro resplandecía ante su insana mirada. Lagrimas de felicidad inundaban sus ojos. Besaba los lingotes como a un ser amado. De repente se paralizó. Sintió que en alguna parte de su cuerpo un circuito se había roto y lentamente su cuerpo cayó de espaldas sobre los lingotes.

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