viernes, 11 de mayo de 2012

EL ECO: Ese día comenzó a sentir una extraña sensación de inquietud. Desde que cumplió sus quince años, Robinson inició su historial delincuencial. Parecía un chiste, pero después de veinte años, abandonó su carrera criminal. Ahora estaba “jubilado”. Los dos años siguientes, fueron de contrición. Recordaba a cada una de sus víctimas, no por remordimiento, solo se preguntaba qué sería de sus familias. En su caso, recordaba como el sufrimiento económico había arrinconado a su familia. Sentía una profunda rabia cuando observaba la resignación de su madre ante las ollas vacías. No aguantó más, y se enfiló con bandas criminales, siendo reconocido como uno de los sicarios más fríos y certeros. El dinero ingresaba a chorros y ahora los viejos días de penurias hacían parte del pasado. Solo le molestaba que por su culpa, su progenitora era una cómplice indirecta de sus delitos, pero al igual que ocurría en su familia, la misma situación se presentaba en las familias de sus víctimas: no existían inocentes, lo pudo comprobar durante esos dos años. Se preguntaba cual era su papel en este mundo y concluyó que solo sabía matar. Ese mundo de placeres, vicios, traiciones y crímenes era la verdadera razón de su existencia. Vivir sobre el filo de la navaja era lo único que lo estimulaba. Tocaron la puerta de su casa y en el marco de esta se dibujó la figura de uno de sus antiguos cómplices en el crimen. Traía en su mano derecha dos botellas de Whisky Sello Azul y en la otra unas viandas. La sorpresiva aparición del individuo le produjo cierta aprensión. Su experiencia, le permitió distinguir el bulto en la pretina de su visitante: era una pistola. No obstante, no sintió temor. Conocía muy bien al sujeto, que al igual que él, solo mataba de frente y sin ventajas. En su mundo, solo se desconfiaba de los cobardes, porque sabían conjugar perfectamente el verbo traicionar. ¿A qué debo el honor de tu visita?, preguntó Robinson. Diego, que así llamaba su visitante, fue directo al grano: negocios. Consumieron las botellas y las viandas, recordaron viejos tiempos y pactaron el contrato: tumbar a un “duro” por un millón de dólares. Estaba frente al nuevo patrón. Este le explicó todos los pormenores del atentado y luego lo invitó a almorzar. Allí conoció a un joven que por su edad, le recordaba sus viejos inicios, y, al igual que él, quería ganarse el respeto de todos. Sin planearlo, pensó que si era un cobarde, duraría poco. Se lo habían asignado para que lo asistiera en el atentado. En las pruebas de tiro al blanco, quedó sorprendido con la habilidad demostrada por el joven con todo tipo de armas. Se llamaba Frank.

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